Siempre visualicé aquella práctica como la elaboración de un libro querido, un diario artesanal, uno que escribía cada noche, pero que sólo esa mano invisible podía ver. No te ilusiones, nunca existió tal objeto en el presente. Y únicamente se reveló como una parte del alma que palideció, cuando le dijiste que sí.
En ese instante perdido en memoria de agua, recolecté en mi álbum, una sonrisa, un ala de mariposa, un trébol, una nube y un clavo largo. Además, soñé en darte todos esos regalos en el momento oportuno, el cual casi se pierde por mi propia negligencia, por mi descuido a pensarte en la piel de otra persona, una que llegó, de manera arribista, un poco antes que tú.
La ilusión me extravió, y nada más puedo decir en mi defensa: pensé que eras tú. Sin embargo, de haber sido así, nunca hubiera desandado tanto trecho -la desnudez fue brutal-, nunca me hubiera desorientado en los anaqueles de mi profunda tristeza. Cuando me percaté del error, ya era demasiado tarde, todo estaba perdido, incluyendome. El saber esto me produjo no sólo frustración, sino un desencantado estilo de vida. Dejé de escribir, y no quise dejar rastro de ese lúgubre periplo, de su funesta memoria que empaña mi sentido, pero no mi experiencia.
Acaso puedo decir con una poquísima melancolía: salí vivo
Hoy consigo amarrarme las agujetas de los zapatos, y doy gracias porque me hallaste en el instante preciso, ni antes, ni después, pues no podría haber sido de otra forma.
¿Quién dice que el desandarse no tiene sus beneficios?
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