La virtud de Selene vestida de rojo consiste en divagar sobre la quietud de una mar en calma, extensa, azul en contraste, que con claridad insondable mece suspiros, y cobija aspiraciones que nada tienen que ver con noches sin argentina masa.
La fruta cuelga madura, y me guiñe, me alienta, a revelarme, a contentarme con imaginar una danza ferviente, honesta, dulce y amarga, pero llena de lene plenitud, un gozo amoroso que pregunta, que anhela.
Andarse por las orillas que toca suavemente su pie desnudo, en esta playa espumosa, donde las arenas se mecen con música lenta e interminable, es deleite de unos cuantos, mientras los demás siguen mirando atentos hacia cualquier otro lado.
Somos grano de arena que vive a la intemperie, desnudos ante la fuerza invisible de aquello que nos empuja y nos forza, nos mueve, ese algo tan grande, que no podemos concebir, ni observar, pero que sin duda, nos envuelve.
Sólo podemos ver el pequeño entorno, las diminutas relaciones que existen entre un brizna y otra, las pertenencias, las derivas, los desencuentros, vislumbrando únicamente reflejos de ese océano que sólo puede contemplarse de reojo, por intuición, y que no puede comprenderse en su totalidad, cuando solamente es necesario presenciar, encarnar, ese pequeño milagro que llamamos vida.
Ando despacio, mientras se deliza el aire, que se tropieza a cada paso con una escalera con una exhalación, con un girón de espacio, con un infinito impreciso, pero concreto, en cada curva de piel, en cada breve incisión, en cada palmo, en cada humanidad que se entreteje, que se transforma en una parte de nosotros, fundamental, y que nos inunda, nos somete, nos impulsa, y nos pregunta: ¿dónde estás?
Siempre me hice a un lado porque pensé que sólo así conseguiría amarte. Alejándote de mi tortuosa mirada. De la extravagancia de mis fulgores, de la irreflexiva conciencia asistente. Y no obstante, nunca pude dejar de inscribirte en esa parte totalmente mía, privada.
Siempre visualicé aquella práctica como la elaboración de un libro querido, un diario artesanal, uno que escribía cada noche, pero que sólo esa mano invisible podía ver. No te ilusiones, nunca existió tal objeto en el presente. Y únicamente se reveló como una parte del alma que palideció, cuando le dijiste que sí.
En ese instante perdido en memoria de agua, recolecté en mi álbum, una sonrisa, un ala de mariposa, un trébol, una nube y un clavo largo. Además, soñé en darte todos esos regalos en el momento oportuno, el cual casi se pierde por mi propia negligencia, por mi descuido a pensarte en la piel de otra persona, una que llegó, de manera arribista, un poco antes que tú.
La ilusión me extravió, y nada más puedo decir en mi defensa: pensé que eras tú. Sin embargo, de haber sido así, nunca hubiera desandado tanto trecho -la desnudez fue brutal-, nunca me hubiera desorientado en los anaqueles de mi profunda tristeza. Cuando me percaté del error, ya era demasiado tarde, todo estaba perdido, incluyendome. El saber esto me produjo no sólo frustración, sino un desencantado estilo de vida. Dejé de escribir, y no quise dejar rastro de ese lúgubre periplo, de su funesta memoria que empaña mi sentido, pero no mi experiencia. Acaso puedo decir con una poquísima melancolía: salí vivo
Hoy consigo amarrarme las agujetas de los zapatos, y doy gracias porque me hallaste en el instante preciso, ni antes, ni después, pues no podría haber sido de otra forma. ¿Quién dice que el desandarse no tiene sus beneficios?